El efecto placebo

 

Por primera vez en su vida sabía lo que quería: erradicar el virus que acechaba su aldea y que poco a poco se expandía en los alrededores de las galaxias Exúrpeda y Turbolictic. Se había cansado de vivir entre hipocondriacos y melómanos que se pasaban horas mirando su reflejo en el mar Morado, donde la hermana bastarda de la infanta Leonora VII de Bavilonia con v chica se había ahogado. Tomó lo que le quedaba de valor, que no era mucho, frunció el ceño, se acomodó los pantalones y se embarcó en el primer Centinela, una especie de robot con forma de terápodo acuático, hecho con la última tecnología: alambres oxidados, las mentiras de los jueces mayores, el rango más alto de autoridad de aquel lugar, y las alas de millones de mariposas muertas. 

Llegó antes de lo planeado y sin mareos porque se había tomado sus pastillas anticonceptivas, que lejos de impedir embarazos, le dejaban un cutis terso y le evitaban los mareos que le causaba dormir a la intemperie; solo con sus calzoncillos de crochet, tejidos por su tía, como los demás tripulantes. El centro de estudios era lo que esperaba; una esfera llena de humo y sabiduría con klogerines flotando, trogloditas digitales (los nuevos filósofos), casetas para cortarse las venas con el mero objetivo de entender nuestro interior, asistentes con olor a poẞruka que te sostenían el cerebro entre clase y clase y un sin número de profesiones en el tablón de los lamentos. Le decían así porque cada que se inscribían los egresados del limbo, les daban un pequeño piquetito en el neuterume inferior, lo que provocaba el famoso chillido. 

Se había hecho a la idea de que esto no sería impedimento para descifrar la cura; además, peores cosas había sufrido en su corta existencia; había ido a la guerra de los Sinsonios, donde perdió las extremidades laterales y también pasó la vergüenza de llegar solo al baile de Los Detestables. 

Estaba destinado a convertirse en el becerro de oro, el ídolo que las multitudes aplaudirían por salvar a la nación de la catastrófica confusión y de la lluvia de los saraguatos asesinos, pensaba con ilusión. Al entrar percibió en el aula un leve aroma a poupé quemado, similar al de la Parra de jade turquesa que los mecenas de la época solían comer a falta de sirenas al mojo de ajo. Sin embargo, esto no le impidió continuar con su cometido y se dirigió al primer guardia parado en el alerón izquierdo. Este le dijo por dónde entrar, pero le advirtió que había escuchado decir a su superior que el cupo estaba lleno hace apenas unos momentos.

-Llegaron tantos de Ludusolandia que no creo que encuentres lugar- dijo.

El siguiente filtro comprendió que las palabras de ese aliado eran ciertas. Tanto esperar para eso, se dijo con un nudo en la garganta. Había informes por doquier sobre cómo se expandía la pandemia, atacando principalmente a los turistas, quienes llegaban a desconocer el motivo de su llegada y la razón de su salida. Por lo tanto, no solo se trataba de salud mental, sino también de sobrepoblación. 

El virus entraba por el hemisferio derecho del corazón y lo primero que carcomía era la corteza de la banalidad. Luego, escalaba hasta el rincón de los recuerdos e iba sacándolos uno por uno, como si de un guardarropa se tratara. Finalmente, las preguntas atormentan poco a poco al contagiado y su normalidad se ve alterada por la incertidumbre de no obtener las respuestas correctas a través de cada uno de sus pensamientos. Por eso, la ciencia dudosa era el futuro. Todos los aprendices y las mariquitas querían estudiarla porque sabían que podrían hallar el fin de la peste que azotaba la aldea, como algunos la llamaban. Los infectados no pasaban al siguiente nivel, no, nada de eso y era lo que más les preocupaba a los insomnes quiroprácticos, que temían ser contagiados, pues debían cuidarlos para siempre y para nunca más volver. 

Qué terrible, una cosa es la locura y otra muy distinta estar atado a un loco a cambio de unos cuantos besitos, pensó un poco abatido, porque estaba muy bien pagada esa profesión sin duda. 

Lo único que le aturdía era la sensación de que podía salvar a su aldea del virus que carcomía las sonrisas, pues después de tanto azoramiento y preguntas sin respuesta, los afectados olvidaban el gozo y comenzaban a presentar síntomas de ansiedad. 

Antes de que muriera su tía, la infame matrera cuyas atinadas visiones le atiborraban su cofre de besitos, le había enunciado algunas palabras que jamás olvidaría y mucho menos ahora que parecían cobrar más sentido que antes: ‘Se van a hacer las preguntas incorrectas; las comunes y las más desdichadas, por eso nunca descubrirán la verdad en las respuestas’. 

Obviamente quería estudiar la ciencia dudosa para modificar los iones de los algoritmos y así poder hacer las preguntas correctas, las que sí tenían respuesta, lo que frenaría el delirium tremens. Pero terminó leyendo varios manifiestos antiguos, en los que los bárbaros declaraban que la solución absoluta a sus males era la bartavara, un artilugio hecho con plutonio masticable y lágrimas de niramitas que, como casi todo, fue malgastado por esa civilización. 

De pronto, sintió un poco de hambre y comenzó a preguntarse ¿qué se le antojaba?, ¿dónde comería?, ¿por qué tenía esa sensación?, ¿cuándo había sido la última vez que había probado alimento?, ¿cuál era su comida favorita?, ¿cómo había elegido ese platillo?, ¿era porque a su tía también le gustaba y se lo hacía comer a la fuerza tantas veces que terminó por agradarle?, ¿realmente la extrañaba o disfrutaba la soledad?, ¿qué significaba la soledad en medio de tanta sabiduría? Y así comenzaron a subirle los bichos, primero al corazón, luego a los recuerdos hasta que no quedó nada, solo más y más preguntas.

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